Capítulo 6

El camino de la culebra


Padre e hijo se encaminaron con el serrucho y los tacos de madera hacia la zona donde estaba su automóvil, por ese largo camino descampado, mientras se contaban todo lo que podían. Nahuel dijo a Akiro:

–Sé que habrá sido muy emocionante pescar de esa forma, pero no esperes que te crea lo del puma, tampoco fantasees, ¡no me engañes! –Y lanzó una risa que no pudo resistir.

–¡Es verdad! –dijo Akiro indignadísimo–. ¡Te juro que es verdad!, no miento, ahora le preguntaremos a Jorge, pero sin que yo le diga nada, y verás que es todo verdad.

Continuaron en silencio y, aunque parecía que estaban cerca de la hilera de árboles donde se encontraba su automóvil, sentían que no llegaban más y apuraron el paso. El día declinaba suavemente. Con el último resplandor del ocaso (ese momento cuando no sabes si es todavía de día o de noche), Nahuel se arrojó debajo de su automóvil y comenzó a serruchar lo más que pudo. Sudó de cansancio y continuó con ansia. Se esforzó un poco más y terminó de quitar el pedazo de madera y las raíces que estorbaban debajo de la rueda. Se subió a su automóvil y, sin dudar un solo segundo, dio la orden de encender. Arrancó. Dio un poco de marcha atrás y salió de la parte atascada sin problemas. Poder maniobrar el vehículo normalmente los dejó conmovidos y sensibilizados de emoción a los dos.

El sol ya los había dejado solos por completo y, en un costado del camino tenebrosamente oscuro, Akiro vio luces verdosas y se asustó mucho.

–¡Papá, hay alguien ahí! 

Fueron a ver diciendo: 

–Hola, ¿quién es usted?, ¿hay alguien? 

La luz verdosa aparecía de a ratos más lejos, luego más cerca; se escondía y aparecía otra vez. Era una nube de luz verde fosforescente. Akiro se refugiaba cerca del padre, pero Nahuel, desconcertado, no podía imaginar qué serían aquellos destellos de luz en medio de esa densa oscuridad.

Recordó algunas historias fantásticas de cuentos mágicos y pensó: “No puede ser que esas extrañas criaturas de los bosques existan”. Y dijo: 

–Hijo, no sé qué es eso, pero acerquémonos un poco más, tiene que ser una persona con algún tipo de luz. 

Al acercarse por el camino y doblar hacia donde estaban esas luces, de golpe aparecieron más y más destellos que se esparcieron en el suelo como si fuera una lluvia de luz. También alrededor y a la altura de sus cabezas entre los árboles había más de estos destellos asombrosos. El lugar quedó semiiluminado con ese resplandor verde, el fenomenal momento les secó la boca con maravilloso estupor. Nahuel gritó riendo:

–¡Luciérnagas! Son luciérnagas –y añadió–: ¡Dios mío, qué hermoso!

–¡¿Qué?! –dijo Akiro espantado.

–Son unos pequeños insectos que iluminan, no tengas miedo, nunca los vemos en nuestra ciudad porque solo en estos lugares pueden vivir.

Akiro tardó algo de tiempo en salir del asombro y luego se animó a extender su mano sobre ellos; una de las luciérnagas quedó sobre su mano y se la acercó para mirarla de cerca con placentera admiración. Pasaron más tiempo de lo que pensaron en esa zona. Imagina que nadie quisiera retirarse rápidamente de una noche formidable como esa, tan agradable y fresca entre árboles y hierba silvestre, rodeados de luciérnagas amigables.




Cuando por fin decidieron regresar en busca de los demás, se dieron cuenta de lo tarde que era, encendieron las luces de su automóvil para iluminar, pero advirtieron que, en el campo abierto, aun sin las luces encendidas, se podía ver bien. Nahuel no quiso interrumpir con la luz de su automóvil la belleza de la luna en ese cielo estrellado y aplastante que parecía más cerca que de costumbre. Bajo ese resplandor natural, caminaron en paz, mientras oían cantos de grillos, ulular de búhos y el chillido de algunas aves, entremezclado con el sonido de sus pasos entre los pastos.

Luego de que su padre lo molestara un poco con cosas como: “Pensaste que las luciérnagas eran extraterrestres, ¿no?”, Akiro, un poco avergonzado y tentado de risa, dijo:

–Bueno, ¡basta! 

Pero ambos rieron mucho más cuando su padre le fue sincero y le confesó:

–Debo decir la verdad, ¡yo pensé que eran “hadas del bosque”!

Continuaron caminando con pausada calma bajo la noche estelar, ese largo tramo hacia el festival de Llano de Paz, que de lejos no se distinguía claramente, pero ya se había transformado en un vívido y luminoso pueblo de luces y grandes fogatas. Nahuel puso la mano en el hombro de su hijo y le contó muchas cosas sobre su infancia. Mientras lo hacía, recordaba (aunque esto no lo decía) cómo muchas veces necesitó de la compañía de su padre, de jugar, de compartir la vida; pero este debía cumplir con muchas obligaciones, hasta que esa etapa se terminó. Su corazón comenzó a liberarse y se dio cuenta de que estaba frente a una gran oportunidad. Comprendió lo rápido que había pasado el tiempo y lo rápido que pasaría.

En un tramo más adelante, quedó ese silencio total de cuando nadie habla. Pero no duró tanto, ya que un extraño sonido los alertó. Se escuchó un pequeño golpeteo lejano, como un murmullo que se fue intensificando. El inquietante momento hizo que ambos miraran desesperados en toda dirección y por fin vieron que, casi frente a ellos, apareció una manada de animales que no podían distinguir bien, se les venían encima. El hecho de que se venían chocando frente a ellos no les permitió correr en dirección al pueblo, porque se enfrentarían aún más. La velocidad casi sobrehumana que les generó el miedo hizo que el paisaje pasara como cuando adelantas un video. Mientras corrían como rayo, ni se les ocurrió mirar atrás (si lo hubieran hecho, se hubieran dado cuenta de que eran venados inofensivos). De frente, gradualmente, la visión del cielo estrellado se tornó totalmente negra porque la cantidad de llanura que habían recorrido los acercó al pie de una gran loma de tierra circundante. La subieron sin pensar, la cruzaron con no poco esfuerzo y Akiro gritó:

–¡Escondámonos acá! 

Se tiró tras los arbustos y el padre lo siguió. En un instinto defensivo, exploraron rápidamente alrededor del lugar para asirse de palos y piedras. Observaron un árbol al que podían trepar si era necesario.

–Pudiste espantar un puma, pero ¿qué tal una manada, Akiro? –dijo el padre con mirada de alerta; no se sabía si lo decía de verdad o en broma.

–Hasta tres manadas puedo –respondió Akiro y rieron.

Al esperar un tiempo cauteloso sin escuchar nada, se animaron a salir y mirar un poco, subieron lentamente la loma, advirtieron bajo el reflejo de la luz de la luna que un grupo de animales los habían detectado en ese mismo momento y se encaminaron hacia ellos, no eran ni ciervos, ni pumas, sino una jauría de perros salvajes con todos sus sentidos alerta, listos para saciar su apetito.

Akiro y su padre dieron la vuelta para escaparse lo más lejos que pudieran y tomaron un sendero marcado que allí comenzaba. Al costado del sendero, un pequeño y viejo letrero, que no vieron, tallado en madera, decía: “El camino de la culebra”.

Esta era una jauría de perros salvajes que merodeaban aquella zona, andaban en su caza nocturna, hambrientos y decididos. No eran esos perros amigables que nosotros podemos tener en casa con expresión tierna o amistosa, sino una manada que no congeniaba para nada con humanos, de rostro fiero, enrabiado y pelaje oscuro. Solo buscaban una presa que pudiera satisfacer su hambre. 

Nada peor pudieron hacer que huir despavoridos, porque esto despertó aún más el interés de las fieras, que corrieron con la velocidad de una tarascada, encaminándose hacia su encuentro. Padre e hijo, entre tropezones y agitación en el escape, no daban con un refugio o algo que los pudiera proteger. Un terror escalofriante los hizo correr con intensa desesperación y atropello. Akiro sintió un ardor repentino en su pierna, se atravesó la carne con una firme rama llena de espinas filosas que le cortó el pantalón y comenzó a mancharse con sangre, cayó y quedó estremecido. La adrenalina le permitió resistir el dolor, casi no lo sintió al principio, aunque las espinas le entraron profundo. Tendido y desamparado, agonizaba solitario, en silencio, para no llamar la atención de los salvajes que podrían aparecer por cualquier lado. El padre estaba mucho más adelante y, en la desesperación, no se percató de que Akiro había caído, encontró un árbol que parecía fácil de subir y lo trepó, llamó a su hijo con un grito cuando notó, aterrado, su ausencia. Ese grito desde el árbol llamó la atención de los perros, les permitió ubicar su posición y se abalanzaron hacia él, intentando trepar entre ladridos y gruñidos.

–¡No, no! –gritó Akiro con fuerza pavorosa desde lejos en el piso.

Aquel grito convocó a las fieras al instante por Akiro, porque sus intentos de trepar el árbol donde estaba el padre eran en vano. Ante un final inevitable, se levantó y corrió por su vida hasta llegar a un estrecho y pequeño valle cercano, donde vio unas rocas y arbustos que parecían un lugar donde esconderse, con un poco de esfuerzo se escabulló allí dentro. Se metió lo más escondido que pudo en esa rendija que se abría entre dos grandes rocas, que poco a poco se abrían más y más. Aquella abertura era algo más que un buen escondite, era la entrada de una caverna pantanosa y ancestral. 

Al avanzar en ese túnel, salpicaba agua lodosa sobre un suelo desparejo con fragmentos sueltos de rocas. El nivel del camino descendía lentamente a medida que se avanzaba. Un olor nauseabundo lo invadió junto con una gran oscuridad, pero no lo detuvieron; se tropezó nuevamente y se mojó en el lodo. En esa caída, una serpiente se alejó de él sin que lo pudiera notar. Avanzó hasta que la oscuridad fue total y se detuvo. Los ladridos ya se oían desde lejos. Los perros sabían que no debían internarse demasiado en ese agujero. El repugnante aroma como de amoníaco se hacía cada vez más insoportable. Utilizó su camiseta de filtro de aire, soportando así un poco más las náuseas, jadeando y resoplando. Intentaba respirar por la boca, para que el hedor asqueroso no lo descompusiera del todo. 

Caminó aterrorizado y lentamente unos pasos más hacia adentro, hasta permanecer inmóvil, ya no sabía para dónde estaba caminando, ni dónde se encontraba; intentó no hacer ruido (como si eso lo ayudara en algo), giraba a un lado y a otro, no veía nada de nada. Esa oscuridad total es difícil de lograr en cualquier ciudad, la luz siempre logra entrar por alguna pequeña abertura o rendija, incluso la luz de la luna y las estrellas se pueden reflejar en una noche nublada. Pero esta caverna era un inmenso agujero debajo de la tierra, con paredes y techo de roca. Así que imagina cómo te sentirías en una caverna olorosa, de un lugar desconocido, donde ni siquiera puedes ver tu propia mano, ni el piso, ni tus pies, ni tus brazos, no puedes ver nada de nada, es como si cerraras los ojos muy fuerte en la noche. Además, con una herida en la pierna y todo mojado, sin saber cómo vas a salir, si es que puedes salir, porque Akiro ya había perdido totalmente el sentido de la orientación. 

Así estaba y todavía no había tenido un momento para pensar con claridad. Escuchaba el eco de una gota que caía cada cierto tiempo sobre agua, a la distancia. Eso le dio la impresión de estar en un lugar algo amplio, pensó en ir hasta donde sonaba la gota para guiarse como una referencia, en un solo segundo imaginó que podían existir varios caminos, pero no tenía la seguridad de cuál sería el correcto para encontrar la salida. Pensó también, al segundo siguiente, que saldría por otro lado si tomaba un camino diferente o, quizás, llegaría al final de la cueva; estaba por decidir intentar guiarse por el sonido de la gota y probar las opciones hasta encontrar la salida. En eso, sintió un viento y un golpeteo espeluznante entre sus piernas, en el lugar donde tenía manchado de sangre. A su vez, algo como alas peludas rozó sus hombros y también escuchó un movimiento en el agua a unos pocos pasos, que le hizo dar un fuerte grito y provocó como respuesta unos chirridos alborotados a su alrededor, que lo espantaron. Comenzó a sentir con pavor que muchos ojos lo miraban. A continuación, esas cosas peludas, con pequeñas garras, las sintió alrededor de su cuello, por lo que, con gritos intermitentes e involuntarios, las espantó con las manos y desesperó, se rozó con su pulsera en la oreja mientras trataba de quitarse esas espantosas criaturas y, como si fuera un gran descubrimiento, recordó su visor, su dispositivo personal, que en aquel día no lo había usado casi nada, en su intensa marea emocional casi había olvidado la costumbre de usarlo, no se había dado cuenta de que la luz estaba tan cerca de él y ¡la podía tener a su entera disposición!

–¡Luz, luz! –le ordenó y no pasaba nada–. ¡Abrir luz! –Intentó esta vez. Pero nada.

Inspeccionó su pulsera (donde llevaba su dispositivo personal) y pensó que estaría dañado de alguna forma, era muy extraño que se dañara, estaba preparado para sumergirse, para golpes y para cambios bruscos de temperatura. De lo que no se daba cuenta era de que, diciendo o deseando la luz solamente, no abriría nada. Debía dar la orden correcta para que respondiera su dispositivo, hasta que recordó que su dispositivo estaba apagado, lo llamó y recordó la orden:

–Despierta, Sterku Vindur: ¡abrir linterna! –indicó y se hizo la luz.

Inmediatamente, se encendió el potente visor y se abrió una pantalla de luz intensa; era una aplicación que simulaba una linterna. Lo primero que vio fue un alboroto de oscuras criaturas negras rondando alrededor, que comenzaron a dispersarse con el primer reflejo de luz. Acababa de descubrir que estaba en medio de una cueva de murciélagos vampiros. Observó decenas revoloteando. Uno de esos escalofriantes vampiros orejones estaba replegado en un rincón junto con otros, en el que notó claramente una expresión repulsiva en su pequeño rostro; estaba muy molesto por la luz, mostraba unos dientes filosos abriendo su boca, furioso. Akiro pidió hacer un reconocimiento general de las cosas que tenía delante, enfocó bien y dijo:

–¿Qué es esto?

Se escuchó la voz de su sistema que, mientras mostraba imágenes respectivas, dijo:

–Mamífero identificado: murciélago vampiro, nombre científico: desmodus rotundus. Comportamiento: forman grandes colonias de hasta 5.000 individuos, cubren áreas de hasta 16 km2 y pueden recorrer entre 5 a 8 km por noche en busca de alimento. Se refugian en cuevas o huecos de árboles. Alimentación: los vampiros solo cazan cuando está totalmente oscuro. El vampiro común no es muy escrupuloso y se nutre de cualquier animal de sangre caliente. Eligen un lugar conveniente para morder, utilizando un sensor de radiación infrarroja situado en su nariz con el que localizan un área donde la sangre fluye cerca de la piel. Pueden alimentarse de sangre de aves, ganado o humanos.

–¡Suficiente! –dijo Akiro para terminar.

Finalmente, una a una, estas huestes del crepúsculo se fueron alejando de la luz, esfumándose como destellos tenebrosos, internándose en las profundidades de aquel abismo. Hay muchas clases de murciélagos inofensivos, pero Akiro tuvo la desgracia de que estos eran los chupasangre, también denominados “murciélagos vampiro”, que provocan heridas y se alimentan de sangre. Su excremento era lo que impregnaba aquel lugar de ese hedor tan perturbador.

Al observar detenidamente el lugar un poco más tranquilo, comprobó que se hacía cada vez más amplio en forma curva y con mayor caudal de agua. Avanzaba en descenso como si fuera un túnel en espiral, hacia las profundidades de la Tierra. Se orientó por el nivel del agua, para saber cuál era la dirección de salida. Guiado por la luz, se encaminó con chapoteos largos y firmes entre el lodo que salpicaba, observaba intermitentemente algunas inscripciones y figuras de tinta roja en las paredes rocosas, hasta que, en un momento, sintió unos coletazos en el agua. Una cola babosa y enorme salió a la superficie detrás de él, de tonos marrones y amarillentos; redonda y gorda, tenía en su larga extensión formas de rombos como en un tapiz perfectamente diseñado, se sacudía hacia arriba y hacia los costados con desesperación, se levantaba y volvía a dar contra el agua y salpicaba, pero no avanzaba. Con mirada petrificada y aliento detenido, alumbró de inmediato, extendiéndose sobre todo aquel gran reptil del que no encontraba su cabeza, hasta que alumbró siguiendo la figura y descubriendo que su otro extremo terminaba entre sus piernas, tenía su cuello aprisionado bajo uno de sus pies. 

En ese piso desparejo, lleno de barro y rocas, no era posible darse cuenta de lo que uno estaba pisando con certeza. Sus ojos, que eran de pupila rasgada, como en los gatos, escalofriantes e impetuosos, estaban clavados en el rostro de Akiro, sus fauces estaban abiertas como la palma de una mano, mostrando el furor de sus dientes, despidiendo una baba mortal. Se le heló la sangre, se estremecieron sus entrañas. Por un lado, estaba seguro de que la víbora se encontraba bajo cierto control, pero intentaba zafarse, aunque le costaba mucho porque, gracias a Dios, la había sujetado en su punto débil. Los domadores de serpientes saben que toda serpiente puede ser controlada sujetando bien su cabeza. Su lengua delgada, que en la punta se hacía doble, se agitaba descontrolada y aterradoramente entremedio de sus filosos colmillos. Se mantuvo tenso, aprisionando su cuello con más fuerza, y permaneció un tiempo tal que, poco a poco, la fue debilitando, al menos eso creía él. Akiro respiraba rápido y profundo, sudaba con grandes gotas, como condenado a muerte. La cola seguía con algunos movimientos, pero ya desparejos. 

Al cabo de un momento, pensó que no podía estar toda la vida pisando su cabeza, en algún momento debía seguir adelante y soltarla. No tenía con qué matarla, ni sabía cómo hacerlo. Planeó esperar un poco hasta que quede lo suficientemente agotada y escapar. Observó que su lengua tenía movimientos más pausados y supuso que la serpiente entraba en agonía. Un solo momento más y escaparía, la soltaría. La serpiente aparentemente quedó inmóvil, lo que lo animó a escapar, calculó un salto largo, iluminó dónde pisar para escapar rápidamente. Se agachó lentamente pisando duro contra la cabeza de la bestia para tomar impulso, respiró profundo y, con todas sus fuerzas, dio un gran salto hacia adelante. La serpiente, que estaba esperando ese momento para atacar, se enroscó un poco hacia atrás para tomar fuerzas y arremetió sobre Akiro con precisión; sus finos colmillos como jeringa letal se deslizaron por el aire hacia sus pies, llegaron a la altura de su talón, rozaron su calzado, mas no alcanzaron a tocar su cuerpo. Esas fueron las últimas fuerzas de la bestia y, con su cabeza herida, cayó desplomada y no intentó nada más. 

Akiro, sin mirar atrás, avanzó hasta la parte donde se hacía angosta la salida, otra vez se apretujó un poco en la parte final y salió a la superficie. Apoyó sus manos sobre las rodillas para descansar con la cara hacia sus pies, respiró y respiró llenándose hasta el alma de oxígeno fresco. Advirtió unos movimientos por debajo de una roca que tenía cerca y vio cómo unos pequeños arácnidos comenzaron a salir, no sabía bien qué eran y no quiso saberlo tampoco, le parecieron una especie de raras arañas, pero eran escorpiones. Ignoraba completamente el peligro que corría, se acercaron hacia él pero, sin dudarlo, los pisoteó y se fue de allí en busca de su padre. Se internó de nuevo en ese camino donde escapó de los perros y fue hacia el árbol, su padre seguía arriba escabullido, los perros seguían atentos abajo, esperando por su presa. Akiro espió de lejos con cautela pensando qué hacer, imaginó que la luz los espantaría, tal vez, como sucedió con el puma. “Podría hacer algún tipo de movimiento con las luces y así ahuyentar a la jauría peligrosa”, pensaba. Akiro nunca había liberado tanta adrenalina en toda su vida, aunque sin esta, no hubiera podido reaccionar y hacer todo lo que hizo. Merece la ocasión aclarar que la adrenalina es una hormona que se libera en nuestro cuerpo en momentos de riesgo, peligro y tensión. Hace que nuestro cuerpo se prepare para responder con fuerza y resistencia extraordinarias, poniendo todos los sentidos en máxima alerta, y también nos disminuye la sensación de dolor.

Calculó velozmente sus movimientos, encendió la luz y fue tras ellos con un grito ofensivo. Los canes desnudaron sus colmillos, erizaron sus pelos enrabiados y se volvieron tras él. Akiro enfocó la luz en sus ojos y les gritó, la luz los detenía un poco, pero por detrás se le venía otro grupo para atacar, se dio vuelta y los ahuyentó otra vez.

 Nahuel, desde el árbol, pudo ver claramente cómo Akiro se estaba complicando, así que decidió hacer lo mismo; descendió y abrió la aplicación de linterna, ayudó un poco, pero ahora estaban los dos de espaldas reflejando una luz en la cara de los perros, diciendo: “¡Fuera, fuera!”. Los canes no se rendían fácilmente, tenían hambre y la luz solo los alejaba un poco, pero se resistían. Nahuel le gritó a Akiro:

–¡La demostración, la demostración del otro día, ábrela! –le decía el padre con mirada dramática.

–¿Qué estás diciendo? ¡No entiendo! –respondía nervioso Akiro.

–¡La demostración que tienes guardada del universo, esa tiene sonido, es muy fuerte, los va a ahuyentar! –le aclaró Nahuel.

Akiro había descargado en su dispositivo una nueva demostración holográfica en 3D que desplegaba toda la potencia de la amplia visión de su visor. La habían visto en familia unos días atrás, era una espectacular muestra de movimientos coloridos y estelares en el universo, llena de sonido y emoción, abarcaba la máxima capacidad de espacio de la imagen, se mostraba en una esfera de casi tres metros de diámetro en el aire, que, según las recomendaciones, debía hacerse en la oscuridad para apreciar adecuadamente el esplendor grandioso que tenía. Al entender lo que el padre le decía, se preparó y le dijo:

–¡Sí, sí, ya sé cuál es, ahora lo activo! –Luego, le ordenó a su sistema–: ¡Enciéndete, Sterkur! Necesito la demostración de la galaxia.

–Sí, Akiro, tienes la opción de la demostración de la Osa Mayor, también está El movimiento de los planetas y, por último…

–¡No, no! Esas no, la larga, la completa es la que quiero activar.

–No me dejaste terminar –aclaró Sterkur–. Mano Galáctica es la más larga y la más nueva también. Esta demostración nos muestra…

–¡Actívala ahora, por favor! –lo interrumpió Akiro con urgencia.

Pero, al momento de activarla, uno de los perros se le abalanzó para morderlo en la cara, el padre lo detuvo enfocando la luz en sus ojos en el momento justo. Akiro se mantuvo firme con su brazo extendido y, en eso, apareció una mano enorme en el aire, como cuando se ve una galaxia, pero en forma de perfecta mano, constituida de ese extraño material cósmico; llena de brillos, puntos de color y estelas de maravilloso esplendor, que definían con claridad el contorno de la palma y los grandes dedos. Junto con ella, una música majestuosa, como un estruendo poderoso, melodioso, era el inicio de la esperada demostración. Los perros se asustaron al instante, atormentados por esos fuertes sonidos y amedrentados por la poderosa mano. Agacharon la cabeza y cambiaron su semblante, más parecido al de un cachorrito asustado, y actuaron como si alguien les hubiera pegado una cachetada. La mano se movió como revolviendo, grandiosa, en una inmensa oscuridad, hasta que se retiró y dejó una estela luminosa, que se desvaneció entre una infinita cantidad de estrellas y planetas, como suspendidos en la eternidad. Esta demostración era muy emocionante para cualquier persona, pero no para un grupo de perros salvajes que, mirando con pánico, se fueron alejando. A continuación, en esa imagen del universo, se formó un hueco oscuro en el centro, como haciendo espacio para algo, de allí emanó una pequeña estrella, que se hacía cada vez más grande mientras ascendía tomando velocidad.

Llegó a un punto en que viajaba vertiginosa como una odisea galáctica entre millares de luminarias astronómicas, parecía haber sido lanzada desde algún recóndito lugar del universo, con fuerza exorbitante. Al cabo de un tiempo de apreciar la imagen, poco a poco el efecto comenzó a desacelerarse, acompañado por la melodía oportuna, hasta llegar a un cierto lugar y posarse en un punto alto y sublime. Un momento después de esto, otras siete estrellas más pequeñas aparecieron y rodearon a la primera con movimientos danzantes, haciendo una especie de cortejo. Estas terminaron ensamblándose y llegaron a ser una con la mayor. 



Para ese entonces, los perros ya habían huido despavoridos. La visión estaba finalizando con el reflejo de esta gran estrella sobre el planeta Tierra, que se encontraba en oscuridad y lo recorría en toda su extensión. La visión concluía con un grupo de personas caminando cabizbajas bajo una oscura noche, a las que la luz resplandeció. La escena terminaba con esas personas contemplando la estrella con alegre admiración. Al cerrarse la demostración, padre e hijo se abrazaron con lágrimas por un largo rato.

En esas horas, Muri y Nur, antes de que caiga el sol, pudieron apreciar distintos eventos que se realizaron, como recitado de poemas, coplas al son de la guitarra y el arpa, relato de cuentos fantásticos, premios a la mejor voz femenina y masculina, competencias de baile y concurso de canciones inéditas, que eran premiadas y seleccionadas con el aplauso del público. En distintos lugares, hubo también prodigiosas exhibiciones de instrumentos musicales.

Nur no tenía idea de la hora que era. Finalizando ya las presentaciones, Aurelio las llamó y les mostró un lugar donde preparó espacio para todos, había retirado pertenencias de una tienda que usaban solo para guardar objetos. 

–¡Aquí podrán quedarse a dormir, amigos! –pronunció con mucho entusiasmo. Luego, les dio algunas indicaciones y Nur, sin saber cómo reaccionar ante semejante propuesta, le agradeció y dijo que irían a esperar a su esposo e hijo–. Que tengan buenas noches –se despidió Aurelio.

La ansiedad comenzó a crecer otra vez en Nur, pero Muri dijo en ese instante: 

–¡Ahí están! 

Y señaló el lugar. Venían desahuciados, caminando con una sonrisa, pero exhaustos, y Akiro estaba hecho un desastre. Nur se asustó al ver a su hijo con sangre, el pantalón roto y manchado por todas partes.

–No te preocupes, Nur, fue solo un tropezón, no pasó nada, nada, ¡está todo bien! –le dijo Nahuel mientras Akiro repetía que no fue algo grave.

Trataron de calmar a Nur varias veces. Algunos de los que estaban por allí ofrecieron su ayuda, asistieron a Akiro, lo limpiaron, le cambiaron de ropa, le pusieron una pequeña venda, mientras ellos contaban lo de los perros y la cueva de murciélagos.

–Gracias a Dios que llevaban linterna, ¡eso los salvó! –decían algunos entre comentarios.

La gente se fue despidiendo y la familia fue a reunirse en la tienda que le habían preparado para dormir. Cenaron una canasta llena de empanadas que les habían regalado una de las familias mientras presenciaban los eventos. Akiro observaba las lámparas de aceite redondas que iluminaban la tienda, era una gran y acogedora tienda cuadrada con mucho espacio, con una mesita y enseres de madera. Allí contaron con detalles todo. Cada uno de ellos pudo contar las cosas emocionantes que había vivido aquel día. Repetían y se asombraban de nuevo una y otra vez, hasta gradualmente agotar la conmoción. Fue un momento en el que ya no había razón alguna para tener preocupaciones. Poco a poco, el silencio comenzó a tener ventaja. Aunque un largo rato de relajantes carcajadas llegó luego de que Akiro medio dormido diera una orden a las lámparas de aceite: “Luz apagar”. El fervor somnoliento duró solo un poco más hasta que el sueño reinó en Llano de Paz.

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